lunes, 11 de abril de 2011

El talión impera en la diplomacia

El mundo hoy gira a la misma velocidad que hace miles de años, no es más pequeño ni grande; quizás sí,  más pesado, debido a los muchos meteoros que a diario nos golpean con violencia. Aun así las naciones que lo habitan sí nos sentimos hoy más cercanas que nunca, lo que podría explicar por que nos comportamos cada vez más como una pequeña aldea; bien dice el dicho “pueblo chico, infierno grande”. De esta forma, así como es nuestra relación con las estrellas fugases, en la diplomacia de hoy parece imperar la violencia, la ley del talión, el “ojo por ojo y diente por diente”.

¿Cómo es posible que lo que nos parece mal de manos de otros, es bueno cuando somos nosotros sus hacedores?, ¿por qué si es una gran potencia la que utiliza energía nuclear es permisible, y si lo hace una nación subdesarrollada  es peligroso para la seguridad del orbe?; o si un Estado mantiene altos precios en su principal recurso de exportación, simplemente lo hace en beneficio de su pueblo, pero si es un gran productor el que hace lo mismo con su manufactura, es proteccionista o hasta imperialista. No trato de defender una posición política o ideología, un rojo o un azul; tanto unos como otros son culpables, a mi humilde juicio, de participar en las relaciones internacionales utilizando cuanto argumento parezca favorable en el momento y lugar de conveniencia.

Cuántas veces hemos sido testigos de declaraciones a favor de la segregación de una porción de territorio cuando el pensamiento es afín, y el total rechazo a la autodeterminación de un pueblo cuando su bandera doctrinaria es opuesta, todo esto de la boca de un mismo estado o un jefe de gobierno. ¿Por qué el derecho de unos parece más importante o real que el de otros? Y no es solo esta aparente hipocresía la que preocupa, pues no es nueva (siempre que el poder ha estado en disputa, la astucia y la traición han sido presentes), sino la sed de venganza que impregna los más distinguidos diálogos, en donde unos  ramos de flores o unas lujosas mesas no  son telón suficiente para esconder que el más ferviente deseo es herir al opuesto aun si se logra usando las mismas armas condenadas con que nos flagelaron en el pasado. Y hago eco de palabras bíblicas, condenadas por Jesús, quien predicaba el amor, porque no es precisamente como buenos prójimos como nos tratamos entre Estados, aun con lenguas, raíces o continentes comunes. Sé que parece utópico el ideal de un escenario mundial sin violencia, aun si solo lo fuera en las palabras pronunciadas; la pregunta que os presento, es: ¿Dónde ha quedado el verdadero significado de la palabra Diplomacia? Sinónimos de ella hay muchos, tanto el buen tacto como el disimulo, la profesionalidad como la cortesía; pero al ver a altos dignatarios escupir insultos entre sí, así sea a miles de kilómetros de distancia o sentados a pocas sillas, me parece que esa mística, esa disciplina, está en peligro de extinción.

Y no es que proponga un baile de disfraces, en donde todo parezca perfecto, como algunos creen o tratan de aparentar; todo lo contrario, soy abogado de la más cruda realidad cuando se tratan temas tan trascendentales para el bien de la humanidad, lo que busco es resaltar el efecto que tales actos pueden tener en el normal desarrollo de la población en general. Así como con las celebridades, cuyas características han adoptado muchos de nuestros mandatarios, cada gesto, cada palabra o cada paso, de estos últimos es vigilado por miles de ojos, que ven en ellos o ellas desde ejemplos hasta cuasi-deidades, ¿acaso no se habrán dado cuenta de que sus responsabilidades van mas allá de las estipuladas en una carta magna, o de las prohibidas en una ley?, ¿no se habrán percatado que sus obligaciones exceden un horario y que no terminan los viernes, ni comienzan a las 7:00 a. m.? Para ello abría que analizar también si representan a la mayoría de la gente en su Estado, qué es una mayoría, o si esa representatividad les da una carta blanca o patente de corso para hacer o decir lo que quieran en pos de su nacionalidad. Pero no nos adentraremos en esos pantanos. La ciénega que busco atravesar aquí, es la de la violencia y la  venganza anegando la diplomacia. Para desecar ésta, podrían aparecer dos caminos; el primero, retornar a los viejos valores que gobernaban la misma, a las estrictas costumbres que examinaban desde un bostezo hasta las más secas solemnidades, aunque temo equivocarme en calificarlas así, y aunque también muchas aún subsisten, surgen inmediatamente críticas a esa vía, como el que sean ya obsoletas o no universales, pues los muros de las fronteras se erigen más altos en cuanto a la erudición se refieren; la otra calle, como casi siempre, es el cambio, la adaptación ante la modernidad, el acoger, entre otras cosas, las nuevas vías de comunicación, aquellas que nos han llevado precisamente a ser esa aldea global de la que hacia alusión en un principio. No sería malo quizás darle valor a los diálogos a través de la Internet, a prestar atención a los foros, blogs y redes sociales que se han convertido en las plazas o parques de una generación que no fue criada solo con la radio o la televisión, sino que adora el calor de una incubadora llamada computador.

¿Qué críticas puede enfrentar esta opción que parece tan ineludible? posiblemente el que muchos de los que todavía manejan nuestros rumbos temen a la tecnología como lo hacían al tan famoso “cuco” de la infancia; pero el relevo generacional es inevitable, más temprano que tarde serán sus hijos y nietos los que tomarán la armadura en las guerras frías o calientes que se avecinan, quienes con o sin trajes de lujo hablarán ante la audiencia del globo.

Esa, más que adoptar cualquiera de las vías, es mi esperanza; puesto que soy del decir que el pasado no se puede borrar, y nos sirve de fundamento, de base,  para construir edificios que solos no se podrían levantar, además de que estaríamos condenados a un laberinto si le damos la espalda; pero el futuro no es el mañana ya, cada día parece ser más hoy. Por enredado que eso pueda sonar, lo que quiero decir es que esos cambios necesarios para la plática más allá de surcos limítrofes, ya están en amplio crecimiento, por lo que no podemos pensar en hacerlos parte de las cumbres y asambleas internacionales, sino que hay que aprender a usarlos, de lo contrario nos quedaríamos varados; es la juventud el nuevo sol que anhelo ver brillar, no solo porque me siento parte de ella, por conveniente que eso pueda reflejar, sino porque quizás las heridas que han llevado al revanchismo, al deseo de destrucción, y a hacer florecer las malas costumbres en los representantes de nuestras latitudes, ya se hallan curado, que solo queden cicatrices como recordatorios de lo que no queremos ser otra vez.




Observar que los habitantes de las antiguas secciones en que se dividía Alemania se hacen con cada amanecer más amigos, o que la música japonesa ya se escucha en las calles de Seúl, me hace creer que esa cicatrización es posible; ya no queremos ojos o dientes rodando sobre el tapete, queremos paz. En otros paralelos aún parece difícil ese compás, pero las únicas acciones que no producen resultados son las que no se hacen, no nos queda más a esta generación, la que viene y la que va, que intentar, luchar e imponer otra ley, ya no la que conlleva una pena que busca causar una daño igual al sufrido, sino una ley del respeto y la tolerancia, siempre en igualdad de condiciones; con tintes modernos, sí, pero una ley de diplomacia.